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Facundo

por Domingo Faustino Sarmiento

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Capítulo 1 - Parte 1

CAPÍTULO II

LA RIOJA.--EL COMANDANTE DE CAMPAÑA

The sides of the mountains enlarge and assume an aspect at once more grand and more barren.

By little and little the scanty vegetation languishes and dies; and mosse disappear, and a red burning hue suceeds.

ROUSSEL. Palestine.

En un documento tan antiguo como el año de 1560 he visto consignado el nombre de Mendoza con este aditamento: Mendoza, del valle de La Rioja.

Pero La Rioja actual es una provincia argentina que está al norte de San

Juan, del cual la separan varias travesías, aunque interrumpidas por valles poblados. De los Andes se desprenden ramificaciones que cortan la parte occidental en líneas paralelas, en cuyos valles están Los Pueblos y Chilecito, así llamado por los mineros chilenos que acudieron a la fama de las ricas minas de Famatina. Más hacia el oriente se extiende una llanura arenisca, desierta y agostada por los ardores del sol, en cuya extremidad norte, y a las inmediaciones de una montaña cubierta hasta su cima de lozana y alta vegetación, yace el esqueleto de La

Rioja, ciudad solitaria, sin arrabales y marchita como Jerusalén al pie del Monte de los Olivos. Al sur y a larga distancia limitan esta llanura arenisca los Colorados, montes de greda petrificada, cuyos cortes regulares asumen las formas más pintorescas y fantásticas; a veces es una muralla lisa con bastiones avanzados, a veces créese ver torreones y castillos almenados en ruinas. Ultimamente, al sudeste y rodeados de extensas travesías, están los Llanos, país quebrado y montañoso, en despecho de su nombre, oasis de vegetación pastosa que alimentó en otro tiempo millares de rebaños.

El aspecto del país es, por lo general, desolado; el clima, abrasador; la tierra, seca y sin aguas corrientes. El campesino hace represas para recoger el agua de las lluvias y dar de beber a sus ganados. He tenido siempre la preocupación de que el aspecto de la Palestina es parecido al de La Rioja, hasta en el color rojizo u ocre de la tierra, la sequedad de algunas partes y sus cisternas; hasta en sus naranjos, vides e higueras, de exquisitos y abultados frutos, que se crían donde corre algún cenagoso y limitado Jordán; hay una extraña combinación de montañas y llanuras, de fertilidad y aridez, de montes adustos y erizados y colinas verdinegras tapizadas de vegetación tan colosal como los cedros del Líbano. Lo que más me trae a la imaginación estas reminiscencias orientales es el aspecto verdaderamente patriarcal de los campesinos de La Rioja. Hoy, gracias a los caprichos de la moda, no causa novedad el ver hombres con la barba entera, a la manera inmemorial de los pueblos de Oriente; pero aún no dejaría de sorprender por eso la vista de un pueblo que habla español y lleva y ha llevado siempre la barba completa, cayendo muchas veces hasta el pecho; un pueblo de aspecto triste, taciturno, grave y taimado, árabe, que cabalga en burros y viste a veces de cueros de cabra, como el ermitaño de Enggady. Lugares hay en que la población se alimenta exclusivamente de miel silvestre y de algarroba, como de langostas San Juan en el desierto. El llanista es el único que ignora que es el ser más desgraciado, más miserable y más bárbaro, y gracias a esto vive contento y feliz cuando el hambre no lo acosa.

Dije al principio que había montañas rojizas que tenían a lo lejos el aspecto de torreones y castillos feudales arruinados; pues para que los recuerdos de la Edad Media vengan a mezclarse a aquellos matices orientales, La Rioja ha presentado por más de un siglo la lucha de dos familias hostiles, señoriales, ilustres, ni más ni menos que en los feudos italianos en que figuran los Ursinos, Colonnas y Médicis. Las querellas de Ocampos y Dávilas forman toda la historia culta de La

Rioja. Ambas familias, antiguas, ricas, tituladas, se disputan el poder largo tiempo, dividen la población en bandos, como los güelfos y gibelinos, aun mucho antes de la revolución de la independencia. De estas dos familias han salido una multitud de hombres notables en las armas, en el foro y en la industria, porque Dávilas y Ocampos trataron siempre de sobreponerse por todos los medios de valer que tiene consagrados la civilización. Apagar estos rencores hereditarios entró no pocas veces en la política de los patriotas de Buenos Aires. La Logia de

Lautaro llevó a las dos familias a enlazar un Ocampo con una señorita

Doria y Dávila, para reconciliarlas.

Todos saben que ésta era la práctica en Italia. Romeo y Julieta fueron aquí más felices. Hacia los años 1817 el Gobierno de Buenos Aires, a fin de poner término también a los feudos de aquellas casas, mandó un gobernador de fuera de la provincia, un señor Barnachea, que no tardó mucho en caer bajo la influencia del partido de los Dávilas, que contaban con el apoyo de don Prudencio Quiroga, residente en los Llanos y muy querido de los habitantes, y que a causa de esto fué llamado a la ciudad y hecho tesorero y alcalde. Nótese que, aunque de un modo legítimo y noble, con don Prudencio Quiroga, padre de Facundo, entra en los partidos civiles a figurar ya la campaña pastora como elemento político. Los Llanos, como ya llevo dicho, son un oasis montañoso de pastos, enclavado en el centro de una extensa travesía; sus habitantes, pastores exclusivamente, viven la vida patriarcal y primitiva que aquel aislamiento conserva en toda su pureza bárbara y hostil a las ciudades.

La hospitalidad es allí un deber común, y entre los deberes del peón entra el de defender a su patrón en cualquier peligro o riesgo de su vida. Estas costumbres explicarán ya un poco los fenómenos que vamos a presenciar.

Después del suceso de San Luis, Facundo se presentó en los Llanos revestido del prestigio de la reciente hazaña y premunido de una recomendación del Gobierno. Los partidos que dividían a La Rioja no tardaron mucho en solicitar la adhesión de un hombre que todos miraban con el respeto y asombro que inspiran siempre las acciones arrojadas.

Los Ocampos, que obtuvieron el gobierno en 1820, le dieron el título de sargento mayor de las milicias de los Llanos, con la influencia y autoridad de comandante de campaña.

Desde este momento principia la vida pública de Facundo. El elemento pastoril, bárbaro, de aquella provincia; aquella tercera entidad que aparece en el sitio de Montevideo con Artigas, va a presentarse en La

Rioja con Quiroga, llamado en su apoyo por uno de los partidos de la ciudad. Este es un momento solemne y crítico en la historia de todos los pueblos pastores de la República Argentina; hay en todos ellos un día en que por necesidad de apoyo exterior, o por el temor que ya inspira un hombre audaz, se le elige comandante de campaña. Es éste el caballo de los griegos que los troyanos se apresuran a introducir en la ciudad.

Por este tiempo ocurría en San Juan la desgraciada sublevación del número 1 de los Andes, que había vuelto de Chile a rehacerse. Frustrados en los objetos del motín, Francisco Aldao y Corro emprendieron una retirada desastrosa al norte, a reunirse a Güemes, caudillo de Salta. El general Ocampo, gobernador de La Rioja, se dispone a cerrarles el paso, y al efecto convoca todas las fuerzas de la provincia y se prepara a dar una batalla. Facundo se presenta con sus llanistas. Las fuerzas vienen a las manos, y pocos minutos bastaron al número 1 para mostrar que con la rebelión no había perdido nada de su antiguo brillo en los campos de batalla. Corro y Aldao se dirigieron a la ciudad, y los dispersos trataron de rehacerse, dirigiéndose hacia los Llanos, donde podían aguardar las fuerzas que de San Juan y Mendoza venían en persecución de los fugitivos. Facundo, en tanto, abandona el punto de reunión, cae sobre la retaguardia de los vencedores, los tirotea, los importuna, les mata o hace prisioneros a los rezagados. Facundo es el único que está dotado de vida propia, que no espera órdenes, que obra de su proprio motu. Se ha sentido llamado a la acción, y no espera que le empujen.

Mas todavía habla con desdén del Gobierno y del general, y anuncia su disposición de obrar en adelante según su dictamen y de echar abajo el

Gobierno. Dícese que un consejo de los principales del ejército instaba al general Ocampo para que lo prendiese, juzgase y fusilase; pero el general no consintió, menos acaso por moderación que por sentir que

Quiroga era ya, no tanto un súbdito, cuanto un aliado temible.

Un arreglo definitivo entre Aldao y el Gobierno dejó acordado que aquél se dirigiría a San Luis, por no querer seguir a Corro, proveyéndole el

Gobierno de medios hasta salir del territorio por un itinerario que pasaba por los Llanos. Facundo fué encargado de la ejecución de esta parte de lo estipulado, y regresó a los Llanos con Aldao. Quiroga lleva ya la conciencia de su fuerza, y cuando vuelve la espalda a La Rioja, ha podido decirle en despedida: «¡Ay de ti, ciudad! En verdad os digo que dentro de poco no quedará piedra sobre piedra.»

Aldao, llegado a los Llanos, y conocido el descontento de Quiroga, le ofrece cien hombres de línea para apoderarse de La Rioja, a trueque de aliarse para futuras empresas. Quiroga acepta con ardor, encamínase a la ciudad, la toma, prende a los individuos del Gobierno, les manda confesores y orden de prepararse para morir. ¿Qué objeto tiene para él esta revolución? Ninguno; se ha sentido con fuerzas, ha estirado los brazos y ha derrotado la ciudad. ¿Es culpa suya?

Los antiguos patriotas chilenos no han olvidado, sin duda, las proezas del sargento Araya, de granaderos a caballo, porque entre aquellos veteranos la aureola de la gloria solía descender hasta el simple soldado. Contábame el presbítero Meneses, cura que fué de Los Andes, que después de la derrota de Cancha Rayada, el sargento Araya iba encaminándose a Mendoza con siete granaderos.

Ibaseles el alma a los patriotas de ver alejarse y repasar los Andes a los soldados más valientes del ejército, mientras que Las Heras tenía todavía un tercio bajo sus órdenes, dispuesto a hacer frente a los españoles. Tratábase de detener al sargento Araya; pero una dificultad ocurría. ¿Quién se le acercaba? Una partida de 60 hombres de milicias estaba a la mano; pero todos los soldados sabían que el prófugo era el sargento Araya, y habrían preferido mil veces atacar a los españoles que a este león de los granaderos; don José María Meneses entonces se adelanta solo y desarmado, alcanza a Araya, le ataja el paso, le reconviene, le recuerda sus glorias pasadas y la vergüenza de una fuga sin motivo; Araya se deja conmover y no opone resistencia a las súplicas y órdenes de un buen paisano; se entusiasma en seguida, y corre a detener otros grupos de granaderos que le precedían en la fuga, y gracias a su diligencia y reputación, vuelve a incorporarse en el ejército con 60 compañeros de armas, que se lavaron en Maipú de la mancha momentánea que había caído sobre sus laureles.

Este sargento Araya y un Lorca, también un valiente conocido en Chile, mandaban la fuerza que Aldao había puesto a las órdenes de Facundo. Los reos de La Rioja, entre los que se hallaba el doctor don Gabriel Ocampo, ex ministro de Gobierno, solicitaron la protección de Lorca para que intercediese por ellos. Facundo, aun no seguro de su momentánea elevación, consintió en otorgarles la vida; pero esta restricción puesta a su poder le hizo sentir otra necesidad. Era preciso poseer esa fuerza veterana para no encontrar contradicciones en lo sucesivo. De regreso a los Llanos, se entiende con Araya, y poniéndose de acuerdo, caen sobre el resto de la fuerza de Aldao, la sorprenden, y Facundo se halla en seguida jefe de 400 hombres de línea, de cuyas filas salieron después los oficiales de sus primeros ejércitos.

Facundo acordóse de que don Nicolás Dávila estaba en Tucumán expatriado, y le hizo venir para encargarle de las molestias del gobierno de La Rioja, reservándose él tan sólo el poder real que lo seguía a los Llanos. El abismo que mediaba entre él y los Ocampos y

Dávilas era tan ancho, tan brusca la transición, que no era posible por entonces hacerla de un golpe; el espíritu de ciudad era demasiado poderoso todavía para sobreponerle la campaña; todavía un doctor en leyes valía más para el gobierno que un peón cualquiera. Después ha cambiado todo esto.

Dávila se hizo cargo del gobierno bajo el patrocinio de Facundo, y por entonces pareció alejado todo motivo de zozobra. Las haciendas y propiedades de los Dávilas estaban situadas en las inmediaciones de

Chilecito, y allí, por tanto, en sus deudos y amigos se hallaba reconcentrada la fuerza física y moral que debía apoyarlo en el gobierno. Habiéndose, además, acrecentado la población de Chilecito con la provechosa explotación de las minas, y reunídose caudales cuantiosos, el gobierno estableció una casa de moneda provincial, y trasladó su residencia a aquel pueblecillo, ya fuese para llevar a cabo la empresa, ya para alejarse de los Llanos y sustraerse de la sujeción incómoda que

Quiroga quería ejercer sobre él. Dávila no tardó mucho en pasar de estas medidas puramente defensivas a una actitud más decidida, y aprovechando la temporaria ausencia de Facundo, que andaba en San Juan, se concertó con el capitán Araya para que le prendiesen a su llegada. Facundo tuvo aviso de las medidas que contra él se preparaban, e introduciéndose secretamente en los Llanos, mandó asesinar a Araya.

El gobierno, cuya autoridad era contestada de una manera tan indigna, intimó a Facundo que se presentase a responder a los cargos que se le hacían sobre el asesinato. ¡Parodia ridícula! No quedaba otro medio que apelar a las armas y encender la guerra civil entre el gobierno y

Quiroga, entre la ciudad y los Llanos. Facundo mandó a su vez una comisión a la Junta de Representantes, pidiéndole que depusiese a

Dávila. La Junta había llamado al gobernador con instancia para que desde allí, y con el apoyo de todos los ciudadanos, invadiese los Llanos y desarmase a Quiroga. Había en esto un interés local, y era hacer que la Casa de la Moneda fuese trasladada a la ciudad de La Rioja; pero como

Dávila persistiese en residir en Chilecito, la Junta, accediendo a la solicitud de Quiroga, lo declaró depuesto. El gobernador Dávila había reunido, bajo las órdenes de don Miguel Dávila, muchos soldados de los de Aldao; poseía un buen armamento, muchos adictos que querían salvar la provincia del dominio del caudillo que se estaba levantando en los

Llanos, y varios oficiales de línea para poner a la cabeza de las fuerzas. Los preparativos de guerra empezaron, pues, con igual ardor en

Chilecito y en los Llanos; y el rumor de los aciagos sucesos que se preparaban, llegó hasta San Juan y Mendoza, cuyos gobiernos mandaron un comisionado a procurar un arreglo entre los beligerantes que ya estaban a punto de venir a las manos.

Corvalán, ese mismo que hoy sirve de ordenanza a Rosas, se presentó al campo de Quiroga a interponer la mediación de que venía encargado, y que fué aceptada por el caudillo; pasó en seguida al campo enemigo, donde obtuvo la misma cordial acogida. Regresa al campo de Quiroga para arreglar el convenio definitivo; pero éste, dejándolo allí, se puso en movimiento sobre su enemigo, cuyas fuerzas, desapercibidas por las seguridades dadas por el enviado, fueron fácilmente derrotadas y dispersas. Don Miguel Dávila, reuniendo algunos de los suyos, acometió denodadamente a Quiroga, a quien alcanzó a herir en un muslo antes que una bala le llevase la muñeca; en seguida fué rodeado y muerto por los soldados. Hay en este suceso una cosa muy característica del espíritu gaucho. Un soldado se complace en enseñar sus cicatrices; el gaucho las oculta y disimula cuando son de arma blanca, porque prueban su poca destreza, y Facundo, fiel a estas ideas de honor, jamás recordó la herida que Dávila le había abierto antes de morir.

Aquí termina la historia de los Ocampos y Dávilas, y de La Rioja también. Lo que sigue es la historia de Quiroga. Este día es también uno de los nefastos de las ciudades pastoras, día aciago que al fin llega.

Este día corresponde en la historia de Buenos Aires al de abril de 1835, en que su comandante de campaña, su héroe del desierto, se apodera de la ciudad.

Hay una circunstancia curiosa (1823) que no debo omitir porque hace honor a Quiroga: en esta noche negra que vamos a atravesar no debe perderse la más débil lucecilla. Facundo, al entrar triunfante en La

Rioja, hizo cesar los repiques de las campanas, y después de mandar dar el pésame a la viuda del general muerto, ordenó pomposas exequias para honrar sus cenizas. Nombró o hizo nombrar por gobernador a un español vulgar, un Blanco, y con él principió el nuevo orden de cosas que debía realizar el bello ideal del gobierno que había concebido; porque Quiroga en su larga carrera, en los diversos pueblos que ha conquistado, jamás se ha encargado del gobierno organizado, que abandonaba siempre a otros.

Momento grande y espectable para los pueblos es siempre aquél en que una mano vigorosa se apodera de sus destinos. Las instituciones se afirman o ceden su lugar a otras nuevas más fecundas en resultados, o más conformes con las ideas que predominan. De aquel foco parten muchas veces los hilos que, entretejiéndose con el tiempo, llegan a cambiar la tela de que se compone la historia.

No así cuando predomina una fuerza extraña a la civilización, cuando

Atila se apodera de Roma, o Tamerlán recorre las llanuras asiáticas; los escombros quedan, pero en vano iría después a removerlos la mano de la filosofía para buscar debajo de ellos las plantas vigorosas que nacieran con el abono nutritivo de la sangre humana. Facundo, genio bárbaro, se apodera de su país; las tradiciones de gobierno desaparecen, las formas se degradan, las leyes son un juguete en manos torpes; y en medio de esta destrucción efectuada por las pisadas de los caballos, nada se sustituye, nada se establece. El desahogo, la desocupación y la incuria son el bien supremo del gaucho. Si La Rioja, como tenía doctores hubiera tenido estatuas, éstas habrían servido para amarrar los caballos.

Facundo deseaba poseer, e incapaz de crear un sistema de rentas, acude a lo que acuden siempre los gobiernos torpes e imbéciles. Mas aquí el monopolio llevará el sello de la vida pastoril, la espoliación y la violencia. Rematábanse los diezmos de La Rioja en aquella época en diez mil pesos anualmente; ésta era por lo menos el término medio. Facundo se presenta en la mesa del remate, y ya su asistencia, hasta entonces inusitada, impone respeto a los postores. «Doy dos mil pesos--dice--y uno más, sobre la mejor postura.» El escribano repite la propuesta tres veces y nadie ofrece mejora. Era que todos los concurrentes se habían escurrido uno a uno al leer en la mirada siniestra de Quiroga que aquélla era la última postura. Al año siguiente se contentó con mandar al remate una cedulilla así concebida: «Doy dos mil pesos, y uno más, sobre la mejor postura.--Facundo Quiroga.»

Al tercer año se suprimió la ceremonia del remate, y el año 1831 Quiroga mandaba todavía a La Rioja dos mil pesos, valor fijado a los diezmos.

Pero faltaba un paso que dar para hacer redituar el diezmo un ciento por uno, y Facundo, desde el segundo año, no quiso recibir el de animales, sino que distribuyó su marca a todos los hacendados, a fin de que herrasen el diezmo, y se les guardase las estancias hasta que él lo reclamase. Las crías se aumentaban, los diezmos nuevos acrecentaban el piño de ganado, y a la vuelta de diez años se pudo calcular que la mitad del ganado de las estancias de una provincia pastora, pertenecía al comandante general de armas y llevaba su marca.

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